La
ciudad conservaba su pequeño caos que tanto la caracterizaba, que a tanta gente
conseguía enloquecer. Caos que para él resultaba indiferente, ya que decidió
aislarse de todo lo que tuviese que ver con Madrid, con ella. Porque, en
definitiva, ella era “su propio Madrid”,
el único motivo de recorrer esos 687 kilómetros que los separaban.
Le
avisaron, las distancias nunca fueron buenas, aunque no pesen al principio. Al
final separan, tal y como indica su definición. Y es que, cuando todo acaba, lo
mejor es poner tierra de por medio y comenzar de cero.
Pero
él decidió jugársela y se trasladó a vivir a la capital de España. Sin embargo, cuando ella le dejó, tomó la
decisión de regresar al pequeño pueblo en el que nació. Dos días más tarde se
arrepintió de su elección y optó por continuar su vida en Madrid, enfrentándose
al desorden de la gran urbe sin ella.
En
aquel momento él permanecía inmóvil en el balcón del piso que ambos
compartieron en un pasado tan reciente que aún le producía escalofríos al
recordarlo. Sólo los recuerdos inundaban
su mente de la misma manera que en aquella mañana únicamente la lluvia
acariciaba su rostro.
Ya
no estaba ella para hacerlo.
Tras
formular este último pensamiento en un rincón de su subconsciente, la lluvia no
era la única que recorría su piel. Las lágrimas afloraron en un llanto
silencioso, casi imperceptible, de esos que duelen de verdad y derivado como
consecuencia de que careciese de más agua salada retenida en su interior para
expulsar a través de los ojos, para honrar su marcha y darle la despedida que
nunca tuvo oportunidad de ofrecerle.
Una
nota sujetada por un imán en la nevera no dio para mucho más que unos pocos de
días sin salir de la cama que, por otra parte, acabaron convirtiéndose en
meses.
Continúa
echándola de menos. Le gustaría llamarla, preguntarle qué es lo que se supone
que tendría que hacer un poeta que ha perdido a su musa. Contarle todo lo que
durante noches anteriores le había confesado a la luna bajo el particular
amparo de una botella de licor del 83. Culparle de ser la razón esencial que
abraza a su insomnio cada madrugada.
Pero
no lo hizo. Se contuvo porque la conocía tan bien como para saber de sobra que
ella no atendería a sus llamadas. Y eso le dolía. Le dolía en el alma porque
era la mujer que le enseñó a amar, que logró conquistarle de una manera
especial.
En
un acto que más que voluntario podría calificarse como reflejo, lanzó su móvil
por la ventana y con él, multitud de fotos, mensajes, escritos y poesías. De
ella, con ella, para ella. Quemar sus cartas dos o tres noches anteriores no
había calmado las ganas que tenía de volver a su lado. Pero ella se fue y él tenía que asimilarlo.
Para
bien o para mal no le quedaba otra alternativa.
Sabía
que no iba a regresar y, al ser consciente de esa realidad que había intentado
ocultar, sintió ganas de tirarse al vacío desde el balcón del apartamento; pero
se trataba de un final demasiado trágico para un poeta como él.
Se
percató de que únicamente era otro ataque de ansiedad. Llevaba conviviendo
algún tiempo con sus efectos.
Quería
morirse pero debía salir adelante, al menos, por esas personas que estuvieron a
su lado en las buenas y en las malas. Pensó en sus padres y en su hermana pequeña.
No podía hacerles eso.
Aún
así, escogió el que para él era el peor de los suicidios: dejar de escribir. Más
que por otra cosa, tomó esta decisión porque con ella se marcharon las razones
y los motivos para hacerlo. Y las sonrisas.
A
partir de entonces, se enfrentaría a una nueva vida sin ella que comenzaría
buscando un nuevo trabajo con el que no pudiera describirla, ni tan siquiera
nombrarla entre líneas.
Entró
de nuevo en el piso y cerró la ventana que daba al balcón.
En
Madrid seguía lloviendo y daba la impresión de que no tenía intención alguna de
dejar de hacerlo.