la culpa fue mía por escoger suicidarme contigo…

miércoles, 15 de mayo de 2013

Desde su ventana.

Las gotas de lluvia impactaban poco a poco sobre la inmensa cuidad de Madrid. La gente comenzó a acelerar su paso por las calles, pues aquella lluvia era inesperada en ese caluroso mes de julio. A pesar de estar en pleno verano, aquella mañana se presentaba como si perteneciese a un día cualquiera de octubre. 
La ciudad conservaba su pequeño caos que tanto la caracterizaba, que a tanta gente conseguía enloquecer. Caos que para él resultaba indiferente, ya que decidió aislarse de todo lo que tuviese que ver con Madrid, con ella. Porque, en definitiva, ella era “su propio Madrid”, el único motivo de recorrer esos 687 kilómetros que los separaban.
Le avisaron, las distancias nunca fueron buenas, aunque no pesen al principio. Al final separan, tal y como indica su definición. Y es que, cuando todo acaba, lo mejor es poner tierra de por medio y comenzar de cero.
Pero él decidió jugársela y se trasladó a vivir a la capital de España.  Sin embargo, cuando ella le dejó, tomó la decisión de regresar al pequeño pueblo en el que nació. Dos días más tarde se arrepintió de su elección y optó por continuar su vida en Madrid, enfrentándose al desorden de la gran urbe sin ella.

En aquel momento él permanecía inmóvil en el balcón del piso que ambos compartieron en un pasado tan reciente que aún le producía escalofríos al recordarlo. Sólo los  recuerdos inundaban su mente de la misma manera que en aquella mañana únicamente la lluvia acariciaba su rostro.
Ya no estaba ella para hacerlo.
Tras formular este último pensamiento en un rincón de su subconsciente, la lluvia no era la única que recorría su piel. Las lágrimas afloraron en un llanto silencioso, casi imperceptible, de esos que duelen de verdad y derivado como consecuencia de que careciese de más agua salada retenida en su interior para expulsar a través de los ojos, para honrar su marcha y darle la despedida que nunca tuvo oportunidad de ofrecerle.
Una nota sujetada por un imán en la nevera no dio para mucho más que unos pocos de días sin salir de la cama que, por otra parte, acabaron convirtiéndose en meses.
Continúa echándola de menos. Le gustaría llamarla, preguntarle qué es lo que se supone que tendría que hacer un poeta que ha perdido a su musa. Contarle todo lo que durante noches anteriores le había confesado a la luna bajo el particular amparo de una botella de licor del 83. Culparle de ser la razón esencial que abraza a su insomnio cada madrugada.
Pero no lo hizo. Se contuvo porque la conocía tan bien como para saber de sobra que ella no atendería a sus llamadas. Y eso le dolía. Le dolía en el alma porque era la mujer que le enseñó a amar, que logró conquistarle de una manera especial.
En un acto que más que voluntario podría calificarse como reflejo, lanzó su móvil por la ventana y con él, multitud de fotos, mensajes, escritos y poesías. De ella, con ella, para ella. Quemar sus cartas dos o tres noches anteriores no había calmado las ganas que tenía de volver a su lado. Pero ella se fue y  él tenía que asimilarlo. 
Para bien o para mal no le quedaba otra alternativa.
Sabía que no iba a regresar y, al ser consciente de esa realidad que había intentado ocultar, sintió ganas de tirarse al vacío desde el balcón del apartamento; pero se trataba de un final demasiado trágico para un poeta como él.
Se percató de que únicamente era otro ataque de ansiedad. Llevaba conviviendo algún tiempo con sus efectos.
Quería morirse pero debía salir adelante, al menos, por esas personas que estuvieron a su lado en las buenas y en las malas. Pensó en sus padres y en su hermana pequeña. No podía hacerles eso.
Aún así, escogió el que para él era el peor de los suicidios: dejar de escribir. Más que por otra cosa, tomó esta decisión porque con ella se marcharon las razones y los motivos para hacerlo. Y las sonrisas.
A partir de entonces, se enfrentaría a una nueva vida sin ella que comenzaría buscando un nuevo trabajo con el que no pudiera describirla, ni tan siquiera nombrarla entre líneas.

Entró de nuevo en el piso y cerró la ventana que daba al balcón.
En Madrid seguía lloviendo y daba la impresión de que no tenía intención alguna de dejar de hacerlo.