Odiar. A matar. A muerte. Hasta morir. En ti. En ese verde,
por esa noche. Por el silencio. Y el ruido. Por no saber salir del laberinto de
aquel portal y por dormir en la calle. En la calle literal. Por el camino y las
azoteas, por las veces que no dormimos, por las cosquillas. Por el primer beso,
por los que todavía no te he dado, por los que te quedan por darme. (y porque
nunca llegue el último)
Por ti.
Ahora sé que estuve muerta. Ahora es cuando estoy empezando
a contar todos los pedazos en los que me fragmenté. Ahora es cuando echo de
menos todos los que doy por perdidos, o no sé buscar, ni encontrar.
Ahora comprendo el concepto de desangrarse, de quedarse sin
líquido que bombear y de que se te estropee esa máquina que lo lleva a cabo.
Porque en el fondo es eso, máquina y no corazón.
(Corazón, no eres tú, no soy yo, es que me hicieron creer
que no te tenía.)
Ahora sé que hasta ahora, mis sentimientos carecían de
alegría. Ahora entiendo lo que es desempolvar la felicidad y llegar tarde al
entierro del olvido. Te juro que no quise llevarte rosas, yo tenía la intención
de traerte espinas. Que para espina, la que me has quitado y para hemorragia,
la que estás deteniendo.
Encontrarse al dolor de la mano de un desconocido mientras
te mira suplicando volver puede llegar a ser hasta placentero. Créeme, sé de lo
que hablo. Esto no es sólo un intento de. Ahora sé sentir que no, que ya no
más, que va tocando volver a la vida, que han sido muchos los tangos con la
muerte.
No niego que te echaré de menos, melancolía, pero ojalá que
nunca nos volvamos a ver. Quema el certificado del acta de mi defunción,
querida mía: estoy aprendiendo a vivir.
Por mucho que sea enero de nuevo, yo me quedo con diciembre.