Hace un recogido con su pelo blanco, abre el cajón de su
derecha, cierra los ojos, se inclina hacia atrás en su mecedora y deja que los
recuerdos se adueñen de su presente mientras un rayo de sol le acaricia el
rostro. Han pasado unos cuarenta años de aquello, pero no hay nada que le
impida volver a ese momento tan especial. Sujeta entre sus delicadas manos unas
hojas de papel casi amarillentas, escritas a mano y guardadas como oro en paño
a lo largo de todos los años transcurridos. Se balancea hacia delante y atrás.
No le hace falta desdoblar la hoja para conocer su contenido. Las ha leído
tanto que es su memoria la que consigue recitarlas.
Aprieta más fuerte los párpados, deja de mecerse frenando el
movimiento con los pies y suspira.
"Amores de verano", piensa. Sonríe. Junto
con la curva que dibujan sus labios no puede evitar dejar caer unas cuantas
lágrimas cuya sal acaba por transportarla casi instantáneamente a ese mes de
Julio.
7/7/77, la fecha que definitivamente acabó por marcar un antes
y un después en su vida. Siempre le dijeron que los amores de verano eran algo
efímero, tan pasajero como el mismo tiempo y que, si alguna vez decidía dejarse
llevar por lo que pudiese sentir, debía conocer desde un primer momento que
tendría fecha de caducidad. Toda regla tiene su excepción y ésa no iba a ser
menos. Ella había sido testigo de que pudieron escapar de la distancia que
traía consigo septiembre y conservaba la prueba entre sus manos.
7 de julio de 1977. Por aquel entonces no tenía canas, ni
las manos arrugadas, ni el rostro cansado. Era alta, esbelta, con una cabellera
rubia que pasaba sus hombros y casi acariciaba su cintura. Una joven de 20 años
que adoraba el mar, el sol y la arena. Le encantaba el contraste de temperatura
que se producía al pasar de la arena caliente al agua fresca. Movía los dedos
de los pies, divertida, mirando al horizonte para observar cómo pasaban el rato
sus hermanos con una enorme pelota, que fue lanzada por el más mayor de manera brusca
y acabó casi por desaparecer del alcance de los dos pequeños. Salieron del agua
angustiados y el más chico comenzó a llorar. Ella procedía a recoger su pelo
para nadar hasta el balón, cuando apareció un chico que sujetaba la pelota
sonriente. Era más alto que ella, moreno, de ojos verdes, sonrisa bonita, un
poco bronceado y, además, tenía algo que hizo que se le revolviese el corazón.
“Creo que es vuestra, pequeños. Tened más cuidado la
próxima vez, vaya a ser que acabéis por perderla”, les dijo a los niños
mientras se la devolvía. “Gracias”,
contestó ella tímidamente mientras soltaba su pelo. “Un placer”, respondió él.
Pasaron la mañana hablando y conociéndose, relatándose
mutuamente sus vidas en las ciudades de las que procedían y dispuestos a
continuar al día siguiente la conversación. Así se sucedían los días, las
tardes, e incluso alguna que otra noche, hasta que llegó una de las fechas
favoritas de ella: las lágrimas de San Lorenzo. Ese año fueron todavía más
especiales, pues las contempló al lado de aquel chico de mirada inquieta por el
que acabó sintiendo más de lo que podría haberse llegado a imaginar. Esa noche
estuvo verdaderamente llena de magia y acabó por cumplirse uno de los deseos
que pidió a las estrellas fugaces: que la besase.
“Si existe el amor debe de ser algo así”, pensó.
Transcurrían los días hasta llegar el mes de la despedida.
Lo llevaba temiendo casi desde que lo conoció. Era incapaz de decir “adiós” a
ese moreno que la había conquistado de una manera tan sincera que pensaba que
el amor que sentía por él iba a perdurar toda la vida. Prometieron no
olvidarse, volver al año siguiente, mandarse cartas durante los nueve meses - casi
diez que iban a pasar separados y retomar el contacto en el mismo lugar donde se
encontraron por primera vez.
No hubo nadie en toda la ciudad de Madrid que le revolviese
a ella el corazón. No existía ni una persona en León que hiciese que a él se le
parase el tiempo. Las cartas parecían volar de una ciudad a la otra y con
ellas, los sentimientos que tenían el uno por el otro.
Pasaron los meses y ambos cumplieron la promesa. Volver.
Decidieron no pasar ni un día separados el uno del otro en
el abrazo que marcó el reencuentro. Se prometieron, a pesar de saber que
parecía una completa locura, y se casaron el verano siguiente en la iglesia que
tenía a los pies el lugar exacto en el que se cruzaron sus miradas por primera
vez dos años atrás. La fecha de la ceremonia fue el 7 de julio de 1979. Ella desbordaba felicidad en estado puro. Él
desprendía alegría por cada poro de su piel.
“Sí, quiero”, las dos palabras más bonitas de sus vidas.
Desde aquel momento experimentó día a día lo que era
enamorarse de la misma persona. Ambos se instalaron en el pueblo costero donde
se conocieron y emprendieron el viaje de su vida juntos. Él fue capaz de
demostrar su amor minuto a minuto. Ella lo quería cada día más y con todo su
corazón.
Un amor de película, de los de antes, de los de ahora, de
los de querer con todo el corazón. Hasta que la muerte los separe. Y ésta acabó
haciendo de las suyas y entrometiéndose en lo que fue la historia de amor más
pura de todos los tiempos. Pero no consiguió acabar con ella. El amor siempre
gana.
Abre los ojos, vuelve al presente. Ya no llora. Mira hacia
la playa y vuelve a sonreír. Ni
septiembre puede hacer que olvide al hombre que el mar le llevó a la orilla. “Amor
de verano, amor de mi vida”, recita lo que un día escribió. Se balancea de
nuevo con el sabor de aquel recuerdo inmortal.