Apoyada
en su almohada, reflexiona. Está cansada de la rutina de todos los días. Una
sensación invade su cuerpo, seguida por un escalofrío y por unas lágrimas que
comienzan a asomar por sus ojos y a recorrer sus mejillas.
Lleva
más de una hora escribiendo, borrando, volviendo a escribir y volviendo a
borrar. Es como si fuera incapaz de hacerlo.
Llega
a pensar que los motivos para hacerlo se fueron cuando él desapareció de su
vida. Pero reconoce que ya ha pasado mucho tiempo. Ya lo decía Neruda, es tan
corto el amor y tan largo el olvido. Pero no es el hecho de que él no esté ahí
lo que le hace tanto daño.
Ella
solía encender la radio y desconectar de la realidad para evadirse en un nuevo
mundo. Cogía un libro y era capaz de volar. Así era. Decidida, valiente,
responsable, un poco presumida, como todas las niñas de su edad. Le gustaba la
fiesta, salir con sus amigas, divertirse, ir de compras con su madre, jugar con
su hermano pequeño. Soñaba que, cuando fuese mayor, podría cambiar el mundo.
Desde su punto de vista todas las cosas tenían un lado positivo y era
partidaria de que las lágrimas tan sólo eran formas de desperdiciar sonrisas. Aunque
dejó de tener esa percepción unos pocos días antes de que todo aquello
sucediera. (Bueno, mejor dicho, dejara de suceder.) Era como tantas otras pero,
a la vez, con cualidades que no poseía ninguna.
Tenía
un algo que la diferenciaba del resto, algo que únicamente él pudo apreciar.
Eso era lo que les unió desde un primer momento. Desgraciadamente, es
inexplicable con palabras. La única manera de definirlo era mediante miradas,
cómplices de un futuro inexistente, de un presente incomprensible y testigos de
días y noches, peleas y reconciliaciones, baches, piedras en el camino, muchas
cuestas hacia arriba y otras hacia abajo y sin frenos.
Por
eso aquello que les unía era, a la vez, lo que les mantenía a flote. Y,
desgraciadamente, también fue lo que
acabó su relación. Y lo que llevó a una “autodestrucción” un poco
suicida de ambos.
Su
mente aún no alcanza a entender el por qué de ese final.
Ha
llegado hasta tal punto de mirarse al espejo y no reconocerse. Es consciente de
que el amor no es un intento de poesía, como solía definirlo él. Ni es el
conjunto de palabras que salen de sus manos como por arte de magia cuando le
tiene como único pensamiento. Ni es él cuando está con ella, ni ella cuando le
ve a él y siente que el corazón se le sale del pecho. El amor, propiamente
dicho, no es un cúmulo de sensaciones, ni de sentimientos. Los sentimientos no
entienden de personas. Las personas no comprenden, ni comprenderán nunca la
grandeza que abarca un sentimiento como tal. Y ahora conoce esa realidad mejor
que nunca.
Muchos
han sido los que han intentado definirlo a lo largo de la historia de la
humanidad y, a día de hoy, ni la RAE sabe bien de lo que habla cuando define
subjetivamente esta palabra. La RAE no entiende de noches en vela, ni de
llantos ahogados en la almohada, ni de preocupaciones sin sentido, ni de
kilómetros de distancia que separan a dos personas que piensan que deben estar
juntas. No sabe de alegrías, ni de engaños proporcionados por otra persona. Aunque,
quizás, sí que lo sabe quién lo escribió. Tal vez, él sí que se enamoró alguna
vez.
Pero
tampoco se podría decir que el amor es el acto de enamorarse. Eso es un
proceso.
Las
canciones hablan de amor, pero de un amor que termina o que está en su máximo
esplendor.
Nunca
acabó de comprender eso.
Esta
es la razón por la que ha decidido no encender la radio esta noche y ponerse a
escribir. Intentarlo, al menos, sin acordándose de él. Misión imposible. Ya
eran demasiadas las veces que había intentado escribir poesía sin nombrarle
entre líneas, sin contar su historia, sin nombrar la palabra “kilómetros” o sin
tener en mente ese día de un mes cualquiera, que le marcó tanto y de tal
manera, que había llegado a convertirse en el único motivo de su escritura.
Harta
de aquello, permite que sus pensamientos dejen de fluir por su mente y
desaparezcan. Reniega de la realidad. No quiere darse cuenta de que él se ha
ido.
Sabe
que es de suicidas intentar autodestruirse, pero supone que es demasiado fácil
tratar de saltar del precipicio donde la han situado sus emociones. Y lo fácil
nunca es la mejor opción.
Sube
a la azotea con el cuaderno en el que tantas y tantas veces le escribió a él y
un mechero. Lo quema. Llora, pero no se detiene. Hasta que todo lo que queda
son cenizas. Nada más que eso.
No
se siente mejor pero al mismo tiempo es como si un peso hubiese sido liberado
mientras que las cenizas llenaban el suelo.
Vuelve
a su cuarto. Coge un lápiz y un papel y escribe:
“Te has ido, ahora soy
consciente. Gracias por todo. Sé feliz y cuídate. Sería bonito
decirte que siempre voy a estar esperándote pero ese siempre lo desperdiciamos
hace mucho tiempo. Intentaré renegar de tu recuerdo tan pronto como me sea
posible.”
Después se hace prometer a sí
misma que no volverá escribir poesía hasta que consiga sacarlo de su cabeza.
Ese es el precio que debe pagar por olvidarlo.
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