la culpa fue mía por escoger suicidarme contigo…

viernes, 19 de octubre de 2012

"Un nuevo comienzo"


Al final del camino estaba él, con su sonrisa, su mirada tan intensa como siempre, cómplice de una felicidad que ni él mismo podía explicar, de la que tantas veces había sido ella la culpable. Pero esta vez no. No iban a verse para eso.
                
Ella avanzaba lentamente, le costaba entender por qué las cosas habían acabado de esa manera, cómo podía haber terminado algo que juraron que nunca tendría final. “Las promesas se rompen, están para incumplirlas”, pensó. Y no se equivocaba. Todo tiene fecha de caducidad, hasta las mejores sonrisas que en un entonces fueron dedicadas. Incluso el mejor de los momentos se convierte un día en un simple recuerdo. Lo suyo también había terminado a pesar de que no pudiese asumirlo en ese momento. Su corazón le latía deprisa, pues se había acelerado al verle a él como tantas veces le había visto, le había soñado, le había sentido. Seguía sin poder creérselo. Él, que se había convertido en todo lo que añoró desde pequeña. Lo tenía delante de sus ojos y sabía que estaba a punto de perderlo.

Él comenzó a ponerse nervioso, no sabía bien lo que sentía. La sonrisa de su cara se transformó en una mueca y, aunque intentaba no aparentarlo, estaba dolido. Le angustiaba volver a verla. Se le vino a la cabeza aquella frase que le había dicho poco después de comenzar a estar juntos: “Ni eres mía, ni yo soy tuyo, nos tenemos el uno al otro y eso es más que todo y menos que nada." Verdaderamente no había sacado de su cabeza esta afirmación desde que comenzó a visualizarla a lo lejos. Sabía que en ella se resumía toda su historia, si es que se puede llamar así, y por eso sonreía. Por ella, por los dos. Al igual que intuía que iba a continuar en sus pensamientos durante mucho tiempo. Había tomado una decisión, no obstante, vacilaba sus propios pensamientos, dándole vueltas a su cabeza sobre si estaba haciendo lo correcto. Estaba hecho un lío y la culpa la tenía la chica que avanzaba asustada y lentamente hacia él. Comenzaba a ver las cosas de otra manera. No sabía lo que iba a pasar a continuación pero lo intuía, la conocía demasiado bien. Sabía que ella iba a sufrir, le iba a demostrar que estaba mal, que no podía más.

Así fue. Las lágrimas afloraron en su pequeño rostro. Comenzó a llorar. Casi había llegado al lugar en el que estaba él. No podía permitirse el lujo de perderlo. Jamás podría olvidarle. Ni a él, ni a los momentos que juntos habían pasado. Su interior se negaba inútilmente a rendirse. Sería demasiado fácil aceptar la realidad y dejar de luchar por lo que quiere, por él. Lloraba desconsolada. Necesitaba uno de sus abrazos, que le dijese que no se preocupara, que se había equivocado, que todo iba a salir bien de ahora en adelante. Sin embargo, comprendía que deseaba en vano. Había ido hasta allí para perderle. Lo sabía más que de sobra pues no cabía duda. Horas antes había sido claro y preciso: “Tenemos que hablar, esto tiene que cambiar. Ya no es lo que era. Lo siento…” Se sintió peor de lo que estaba cuando rememoró eso que él le dijo y lloraba con más fuerza que antes. Notó que esa sonrisa que tanto le gustaba, que tan especial le hacía, se había convertido en una contorsión de su rostro. Y eso le dolía. Le dolía mucho.

Él se estremeció. Se sentía culpable del llanto de aquella niña que tantas veces le había hecho soñar y seguir adelante. Rápidamente su cabeza cambió aquella precisa frase por algo mucho más valioso: todo lo que pasaron desde un principio hasta lo que parecía que iba a ser el final, es decir, hasta aquel momento. Ahí se dio cuenta de lo mal que se había comportado y de lo imbécil que había sido. Ella, que siempre estuvo cuando la necesitó, que sabía como hacerle sonreír, que no le había permitido llorar por nada, que le había dado palabras de ánimo y de esperanza cuando más falta le hacía… Ella estaba triste, llorando. Y era culpa suya. “No quiero perderte, no voy a dejar todo lo que nos hizo felices de esta manera”, recapacitó. Le molestaba verla así. Tenía que decidir rápido: o ella, o su orgullo. A ella apenas le faltaban unos pasos para alcanzarle y todavía no sabía lo que le iba a decir cuando se detuviese justo delante de él.

Era consciente de que, en apenas un minuto, iba a enfrentarse a la realidad que tanto daño le hacía. No había conseguido dejar de llorar a pesar de que lo había intentado varias veces. Dedujo que si le costaba dejar de llorar, olvidarle a él sería mucho más complicado de lo que jamás se habría podido imaginar.  De eso también estaba segura.

Había llegado el momento. Estaban el uno frente al otro. Ella había hecho un esfuerzo y lloraba un poco menos. Él no sabía como consolarla, no encontraba las palabras adecuadas. Ninguno de los dos sabía lo que iba a ocurrir a continuación.
“Por favor, si esto tiene que terminar, que sea ya. No quiero que se alargue más, no podría aguantarlo…”, pensaba ella.
Él estaba más seguro que nunca, no iba a dejarla. Le daba igual su orgullo, su dignidad y lo que los demás pensaran al respecto. Únicamente le importaba ella. Se acercó lentamente, la abrazó y le dijo que lo sentía, que no podía terminar con aquello, que le importaba mucho más de lo que ella se imaginaba.  Le sujetó la cara, la miró a los ojos y le secó las lágrimas. Volvió a abrazarla. Y la besó. La besó con dulzura, con cariño, con amor. Con un sentimiento tan grande, tan sincero y tan profundo que nadie podría llegar a entenderlo, ni mucho menos tratar de explicarlo. Habían estado a punto de acabar con todo, pero ambos coincidían en que aún no había llegado ese momento. Ahora sabían que nada es eterno y que el infinito no existe, y en el hipotético caso de que existiese, siempre se iba a quedar corto. Pero eran felices como nunca antes lo habían sido y eso era lo que contaba en aquel instante. Lo demás no importaba. Se tenían el uno al otro y aquello era más suficiente para ambos.

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